viernes, 13 de mayo de 2022

Al atardecer

Planto la silla en la arena, muy cerca de la orilla porque me encantan las atrevidas caricias de las olas cuando recién comienza a bajar la marea. Aquella era nuestra hora favorita, «la hora del tío», la llamabas. Siempre me hizo mucha gracia que le pusieras un nombre a todo.

En aquel momento, si cerrabas los ojos, sentías la brisa, el sonido de la gente que empieza a recoger sus cosas y el mar que se comienza a relajar. Nada que ver con el resto del día cuando está lleno de turistas, niños que gritan y pelotas volando por todas partes. Por no hablar de las señoras que juegan al bingo. Solo una vez las sufriste y ya te sirvió para no volver más. Creo que aquel día fue cuando se puso en marcha la ley no escrita de que a la playa solo se iría a partir de las siete. Bueno, seis y media si ese día teníamos ganas de aventuras.

La verdad es que una vez se empieza a ir el sol, parece que el tiempo se pare. O quizá es que me habría gustado que se parara. Cuando tú aún estabas aquí. Si hubiera podido vivir en este momento para siempre, lo habría hecho sin pensar. Pero no pude.

Cojo el libro que estoy leyendo, apenas me quedan unas cincuenta páginas. No me está gustando nada, pero quiero saber cómo termina.

— Si la curiosidad matara al gato, tú ya habrías perdido las siete vidas.

— De todas formas, no podría vivir con la duda —te replicaba.

No entendía por qué te molestaba tanto que necesitara saber cómo acababan esas historias o por qué sucedía tal o cual cosa. Ahora me doy cuenta de que querías que disfrutara el camino, más que obsesionarme con llegar al final. Ojalá te hubiera prestado más atención entonces. Supongo que en aquella época no tenía miedo de que todo se acabara. El tiempo me parecía infinito. Pero cambió cuando te fuiste. Eran ya las siete y media y aún no habías venido a buscarme, «el abuelo nunca llega tarde» y mamá terminó confirmando mis temores.

El día del funeral fue el peor de mi vida, con toda esa gente extraña diciendo que ya eras mayor, que era normal, que debería estar contenta. Parecía que no tenía derecho a estar mal sólo porque tú habías vivido más que ellos. Quería estar tranquila, así que me bajé a la playa y lloré hasta que el sol me dijo que ya estaba bien.

Me dirijo a la orilla y comienzo a adentrarme en el agua. Siento como pequeñas agujas se clavan en mi cuerpo. Me encanta cuando está así de fría. Miro hacia la silla y te veo saludándome desde allí, como solías hacer cuando no te apetecía meterte al agua. ¿Me estás dando tu aprobación? Espero que sí. La realidad empieza a hacerse un poco difusa, supongo que es el efecto de las pastillas, o quizá no. Quizá esa masa que me aplasta el cerebro está haciendo de las suyas. No sería la primera vez. Por eso es mejor que termine todo ya, cuándo y dónde yo quiero.

Nado mar adentro, hasta que el cuerpo me empieza a pesar y se me cierran los ojos. Pienso en mi vida, en lo que pudo ser y no fue, en que nunca tuve hijos con los que compartir nuestro ritual.

Lo siento abuelo, esta tradición acaba aquí. Conmigo.