martes, 4 de febrero de 2014

Lucha

"Quién bien te quiere, te hará llorar" me repetía mil veces mi madre cuando era pequeña y, como siempre, tenía razón.
El problema es que, cuando se da esta situación, dudas de que realmente esa persona te quiera y entonces empieza el proceso de empatía. Te paras a analizar la forma en la que esa persona se comporta contigo, las cosas que te dice y por qué esas cosas, o más bien, la ausencia de ellas te hace tanto daño. Te sientes dolido, aunque sea por una tontería, pero se supone que esa persona te quiere, ¿por qué es así contigo?
Empiezas a ponerte en su lugar, a plantearte qué puede estar pasándole por la cabeza, si está mal, si está angustiada... cualquier cosa con la que puedas convencerte a ti mismo de que no hay ningún problema, que sólo es una situación momentánea.
Y llega el momento de: No, no, esto ya ha pasado antes, esto no me gusta. Tu muralla de excusas empieza a derrumbarse porque la paranoia comienza a invadirte. Se produce una lucha entre ambos hemisferios del cerebro, uno te dice que no te agobies que es sólo algo pasajero y el otro te dice que no, que acoses a la persona hasta que confiese el problema que tiene contigo. Se establece una lucha interna tan fuerte que empieza a dolerte la cabeza, empiezas a encontrarte mal y poco a poco el lado acusador va tomando posesión de tus facultades. Agobias a la persona con preguntas, te pones de mal humor sin motivo alguno, lanzas pullitas a ver si capta que sabes que algo anda mal. Es entonces cuando la otra persona te manda a la mierda y te pide que le dejes espacio.

Y al final, si, quien bien te quiere te hará llorar, pero quien más te hace llorar eres tú mismo.